Doce horas en el aeropuerto de Barajas, atrapada en la niebla junto con otros viajeros, me hicieron llegar a Roma-Fiumicino cerca de la medianoche. Una rápida investigación arrojó que la hotelería del aeropuerto, como era previsible, no estaba al alcance de mi presupuesto. Para completar estaba empezando un paro de transporte público que se extendería por todo el día siguiente: no había más opción, entonces, que invertir en un remise, pese a la distancia considerable con el centro de Roma.
Los inconvenientes habían tenido sus paliativos: en la escala en Barajas había conocido gente de diferentes nacionalidades, bastante divertida y deseosa de charlar para pasar el rato (al despedirnos ya éramos como de la familia) y había obtenido algunos consejos de viaje. De cualquier modo iba cansada y algo ofuscada cuando, tras un buen rato de trayecto en el coche, me sorprendió una visión a través de la ventanilla: el Coliseo, iluminado apenas, en el silencio absoluto de lo que ya era la madrugada. Jamás se me hubiera ocurrido visitarlo a esa hora (además era invierno), y cuando después fui a conocerlo "oficialmente" me encontré con lo que siempre se ve en su entorno: montones de turistas, guías, carros de pizza (muy útiles para reponer fuerzas, por otra parte), etc. Pero aquel breve pasaje en las sombras justificó cualquier complicación al hacerme sentir con matices especiales la tremenda emoción de estar en Roma.
La foto de abajo muestra otro momento intenso de aquel viaje: mi visita a la Basílica de San Pancracio, que me costó encontrar porque no suele figurar en las guías. Pancracio era hijo de un hidalgo cristiano de Frigia y tenía catorce años cuando fue decapitado. Según la leyenda acostumbraba asistir a los esclavos agotados por sus tareas, por lo que se lo considera patrono de la salud y el trabajo en los lugares donde se lo venera (entre ellos Uruguay). Yo no tenía idea de que me iba a encontrar allí con la catacumba del santo y la de Ottavila, la matrona que lo sepultó. La iglesia tiene su interés, pero no impresiona tanto como otras en Roma. Estaba vacía y yo la recorría algo despreocupadamente cuando de pronto me topé con este cartel, que dice en latín, con algunas particularidades, nada menos que esto: "Aquí fue decapitado San Pancracio".