a quien dice llamarse Xiao-Li
En la planicie pulida por cristales de lluvia, la sombra chinesca me escolta, corre que te corre. El frío de esta villa voraz, para estar a tono, ha tallado un espejo negro bajo mis pies. Ahí vamos las dos, cada cual en lo suyo: yo custodio los recodos de mi tesoro gris perla y ella quiere acuñar nuevas monedas de cobre que al caer suenen como minúsculas campanas.
La sombra con forma de sapo pierde el aliento, pero la expresión de su cara redonda de marfil apenas cambia. Transformada en alfil de mi viejo ajedrez –bailan las manos oficiosas- traza su diagonal sobre el tablero escarlata y blanco (sí, porque hay sangre en la nieve de esta primavera indolente que aún no se decide a entrar).
Mi criatura sombría no para de observarme desde su curiosa ausencia de párpados. Busca el quiebre que le permita arquearse sobre mi espina. Lleva dagas escondidas en las botas.
Parece que ahora se ha convertido en Buda. Y sabe cómo me llamo, pero dice que no.