Salzburgo, café y aguanieve

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Viajar en invierno es resignarse a que el tiempo no sea el mejor y a menos horas de luz natural, pero tiene su magia (y sus ventajas para quien no le teme al frío). Sin embargo, una racha de malos días en una misma ciudad nos obliga a dejarla sin haber disfrutado de su versión más representativa. Fue básicamente lo que me sucedió en Salzburgo.

En la hermosa villa natal de Mozart, que debe su nombre al antiguo comercio de la sal, una persistente aguanieve marcó casi cada día que pude dedicarle, a lo que se sumó la presencia de un vasto contingente de devotos del turismo hooligan. Tras una serie de molestias, un día me recluí en el hotel dispuesta a no salir por un buen rato, solamente para comprobar que los ocupantes de la habitación contigua, separada de la mía por finísima pared, parecían miembros de la misma cofradía. Decidida finalmente a aprovechar el tiempo me dirigí a la Casa Natal de Mozart (Mozarts Geburtshaus, Getreidegasse 9), donde ahora funciona un interesante museo cuya boletería encontré cerrando antes de lo previsto, y sin negociación posible: tuve que conformarme con una foto de la puerta.

En los días siguientes me dediqué a avistar castillos (Hellbrunn, Mirabell, Leopoldskron, Frohnburg) y otros puntos de interés desde un bus turístico, tomando fotos desdibujadas a través de los vidrios con vetas de aguanieve, que se filtraba en mis botas por grietas invisibles cuando me atrevía a bajar. La aguanieve es más insidiosa que la nieve, y, como es lógico, mucho más fría que la lluvia. La ciudad lucía como suspendida en una hibernación de la que tan solo saldría en algún atardecer, permitiéndome pasear un poco por el casco antiguo y las riberas del río Salzach y visitar la catedral de San Ruperto, donde se conserva la pila en la que bautizaron a Mozart. Otra cuenta sin saldar: la vista panorámica desde la fortaleza, Hohensalzburg, que en aquellas condiciones no era viable.


Como suele ocurrir en estos casos, el día de mi partida brillaba un sol espléndido y ya no había hordas, pero no me era posible cancelar el viaje. Contaba con una hora que decidí dedicar a una solicitud. Una persona querida, que había visitado Salzburgo con alguien muerto poco después, quería fotos del hotel donde habían estado. Conseguí ubicarlo y me fui con la satisfacción de quien cumple con su deber, pero...

...al subir al tren, la cámara cayó al suelo. Pude ver el mensaje "sobreescribiendo" que señalaba lo que comprobaría más tarde: las fotos de la buena acción se perdieron, así como las de la casa de Mozart y prácticamente todas mis imágenes de la ciudad. Rescaté unas pocas, en gran parte del borroso viaje en bus.

Por todo esto, cuando pienso en Salzburgo me invade una melancolía a la que no le falta encanto; al fin y al cabo, esos inconvenientes signaron la visita. De cualquier modo comparto esta información por si otros tienen ocasión de aprovecharla con menos complicaciones. No se priven de una pausa en el Café Tomaselli (Alter Markt 9), el más antiguo de la ciudad, que según se dice era frecuentado por nuestro amigo Amadeus, o eventualmente en el Café Bazar (München Bundestrasse 69), que supo visitar Marlene Dietrich. Yo tomé bastante café en Salzburgo, pero no puedo afirmar que haya sido en sitios tan ilustres, dada la ausencia de fotos: si algo me permitió comprobar este episodio fue la importancia que tiene el registro gráfico como auxiliar de la memoria en viajes agitados.