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"Es un tren de cuentos..." --me dijo algo asombrado el boletero al verme sin niños. "Sí, ya lo sé" --le contesté con una sonrisa, extendiéndole las monedas. Estábamos en Graz, Austria, en el vientre de la colina Schlossberg (cuyo nombre significa 'montaña del castillo') y el boletero era también el maquinista del pequeño tren que durante los próximos minutos recorrería las entrañas del monte. En un alemán del que sólo pude rescatar el perfume a cuento de Grimm iría relatando fragmentos de historias para acompañar lo que veíamos. Aquello era como un tren fantasma al revés donde, en lugar de monstruos, cada giro en el camino iluminaba castillos, princesas y alguna que otra madrastra.
Me tocó compartir el viaje con dos niños y sus madres. Uno de ellos, sentado delante de mí, tenía una mochila en forma de vaquita de san Antonio que le agregaba encanto al recorrido. Detrás, a mi lado, viajaba un niño algo mayor, solo, que, llevado hasta el andén por sus parientes, había dudado en subir hasta que me vio. Tal vez haya pensado: "No es tan lamentable viajar a mis años en este trencito, si esta señora también lo hace". ¿O buscaría protección contra hechizos?
Yo iba intentando inútilmente registrar el paseo: una gruta con luces escasas y variables, un tren en movimiento y una modesta cámara no representan la mejor combinación. Pero aún así, mi compañero de asiento, sin decirlo, parecía interesado en que lo fotografiara todo. En los pocos momentos en que dejé descansar el aparato sobre las rodillas, sus ojos me decían: "¿No ves a Caperucita ahí con el lobo? ¿Y a Rapunzel en la torre?".
Cuando el boletero-maquinista repartió caramelos a los niños no sabía si mirarme. Su política no debía incluir dar dulces a los adultos, pero mi caso era perturbador. Ninguna madre iba a quejarse por no recibir un caramelo para ella misma, pero ¿y yo? Si me gustaban las grutas de cuentos, debían gustarme también los caramelos de regalo. Pensándolo bien, no me hubiera molestado recibir uno.
Traqueteando, el tren llegó pronto a destino y el pequeño contingente se desarmó. Completé la visita con una subida en el ascensor transparente que conduce a la
Torre del Reloj y a una espléndida vista panorámica de la ciudad. Era invierno y Graz titilaba en la neblina, con su aire de aldea y el par de obras futuristas que, en contraste con lo anterior, la convierten en una ciudad única:
Murinsel, la isla artificial sobre el río
Mur, que alberga un agradable restaurante, y la
Casa de Arte (
Kunsthaus Graz, en
Südtirolerplatz), museo de arte contemporáneo conocido como "friendly alien" ('extraterrestre amigable') por su indescriptible fisonomía.
Quise, sin embargo, que mi adiós a la ciudad se pareciera más a aquel viaje de hadas. Por eso el día de mi partida serpenteé entre callecitas para ver a los bailarines estirios de la Plaza del Carillón (Glockenspielplatz), autómatas que, cada mañana a las once, asoman de una torre con reloj a la que no sabría volver: llegué guiada por los vecinos entre humeantes puestos de venta de castañas.