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"La Ciudad, de muchas pequeñas leñeras en los patios, se helaba y parecía convertirse en una gigantesca cabeza de azúcar".

Mijaíl Bulgákov, La guardia blanca.

Las eternidades



Una vez dormí en un hotel cuya finalidad era tan inequívoca que junto a la cama (doble) no había más que un bidet. Ni baño, ni ducha, ni mesas de luz con biblia en el cajón. Era en París, creo recordar que cerca de la estación St-Lazare (foto), y de noche se oían los ronroneos de los innumerables amores, sospecho que más bien efímeros, que tenían lugar entre aquellas paredes. 

Tengo que decir que, aunque escapé a la brevedad hacia un establecimiento menos comprometido, con aquel arrullo no se dormía tan mal.

La nebbia indigena



"Una volta puó bastare, specialmente d' inverno, quando la nebbia indigena, la famosa Nebbia, trascina la città fuori dal tempo, rendendola più atemporale del sancta sanctorum di qualsiasi palazzo. La nebbia non cancella soltanto i riflessi, ma tutto ciò che abbia forma: edifici, esseri umani, porticati, ponti, statue. Il servizio dei vaporetti è sospeso, gli aeroplani non atterrano né decollano per settimane, le botteghe restano chiuse, la posta non arriva più. È come se una mano brutale avesse rovesciato come guanti tutte quelle infilate di stanze e avesse avvolto la città in quei tendaggi. La sinistra, la destra, l'alto e il basso si scambiano posto, e riesci a trovare la strada solo se sei del luogo o hai un cicerone. La nebbia è fitta, accecante e immobile. Quest'ultima qualità è però un vantaggio se devi uscire per una rapida commissione -per comprare le sigarette, diciamo-, perché allora, al ritorno, puoi infilare il tunnel che il tuo corpo ha scavato nella nebbia all'andata: è probabile che il tunnel resti aperto per mezz'ora. Nebbia vuol dire tempo per leggere, per tenere la luce accesa tutto il giorno, per non esagerare col caffè e con le riflessioni poco consolanti, per ascoltare le notizie della BBC, per andare a letto presto. In breve, tempo per obliare se stessi, nella scia di una città che ha smesso di farsi vedere. Senza volere, obbedisci alla città, specialmente se anche tu, come lei, non hai compagnia. Non essendo nato in questa città, puoi vantarti almeno di avere in comune con lei l'invisibilità".

Joseph Brodsky, Fondamenta degli incurabili.
Traduzione di Gilberto Forti.
Foto: Venezia.



Apuntes del último invierno, frente a mi casa, con niebla y el zoom algo caprichoso.
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Fotos: Parque Rodó, Montevideo.

Qualcosa era successo



"Due ore, un'ora e mezzo, un'ora, già scendeva il buio. Vedemmo di lontano i lumi della sospirata nostra città e il loro immobile splendore riverberante un giallo alone in cielo ci ridiede un fiato di coraggio. La locomotiva emise un fischio, le ruote strepitarono sul labirinto degli scambi. La stazione, la curva nera delle tettoie, le lampade, i cartelli, tutto era a posto come il solito.Ma, orrore!, il direttissimo ancora andava e vidi che la stazione era deserta, vuote e nude le banchine, non una figura umana per quanto si cercasse. Il treno si fermava finalmente. Corremmo giù per i marciapiedi, verso l'uscita, alla caccia di qualche nostro simile. Mi parve di intravedere, nell'angolo a destra in fondo, un po' in penombra, un ferroviere col suo berrettuccio che si eclissava da una porta, come terrorizzato. Che cosa era successo? In città non avremmo più trovato un'anima? Finché la voce di una donna, altissima e violenta come uno sparo, ci diede un brivido. " Aiuto! Aiuto! " urlava e il grido si ripercosse sotto le vitree volte con la vacua sonorità dei luoghi per sempre abbandonati".
Foto: Estambul.

Pisa

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Uno de los puntos más apreciados del complejo monumental de Pisa es "El triunfo de la muerte", mural del Camposanto. Más allá de su nombre, las emociones que produce esta obra del siglo XIV (de Buonamico de Cristofano) se mantienen vitales según pasan los años y no valen menos que las que genera la legendaria torre inclinada por la que, hay que decirlo, la mayoría de los viajeros nos acercamos a la ciudad: por ejemplo, resbalar ligeramente hacia la izquierda a medida que uno sube por ella y descubrir los escalones socavados cerca de la pared, en el mismo lugar donde, a lo largo de los siglos, fueron yendo a parar los pies que nos precedieron.

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Foto: el Camposanto.

El viaje de Io



Los cien ojos de la cola del pavo real de Hera (2009)* hace referencia a la leyenda de la doncella Io, convertida en ternera por Zeus por una de esas complicadas tramas amatorias tan del agrado del susodicho. Como parte de sus vicisitudes, Io atraviesa (atormentada por un tábano que le envía Hera) el estrecho del Bósforo, que precisamente debe su nombre a esta leyenda (significa 'Paso de la Vaca'), para finalmente llegar a Egipto. Este libro mío se publicó a partir de un concurso para jóvenes poetas organizado por la Casa de los Escritores del Uruguay y por un solo día no pude estar presente en la entrega de premios, ya que estaba en Estambul terminando un viaje que había sido importante para mí. Decidí, entonces, acompañar la fiesta de otra manera. 

Lo más parecido que podía hacer al periplo de Io era tomar una de las excursiones que recorren el Bósforo o bien, como preferí, subirme a un ferry de línea. Los ferrys (¿ferries?) que recorren el estrecho van en zig zag, primero de barrio en barrio y luego, a medida que se avanza hacia el Mar Negro, de aldea en aldea. Si uno decide bajarse en Üsküdar, frente a Eminönü, barrio histórico estambulí, ya puede tener la emoción de encontrarse en Asia (en mi caso, por primera vez). Pero esto lo había hecho unos días antes, de modo que seguí en el ferry hasta llegar a Anadolu Kavagi, también en la costa asiática pero ya lejos de Estambul y muy cerca de la desembocadura del Bósforo. Allí se puede probar estupendos frutos del Mar Negro con un té de manzana, algo que no me privé de hacer porque me pareció ideal para la tarde lluviosa que me había tocado.

No lamenté las condiciones atmosféricas porque aquel paseo tenía para mí un tinte de melancolía, aunque a aquel barco no le faltaran sus tábanos (así suenan algunas personas cuando se divierten ruidosamente). Las fotos salieron, en el mejor de los casos, neblinosas,  pero aquella escala de grises contrastante con el habitual azul intenso del Bósforo no me molestó. Había pasado unos cuantos días en Estambul y bien podía apreciar otros matices. Disfruté del espectáculo de los palacios en las orillas, pensando inevitablemente en los palazzos venecianos (esta recorrida es similar a la que hacen los vaporettos) y me despedí de aquel viaje para encontrarme, a mi regreso a Montevideo, con el libro en papel, un paso que desembocó en el Mar Negro de este blog.
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* Nota para estudiantes: no confundir este trabajo con Los cien ojos del pavo real, el libro de Tina Blanco dedicado al público joven que según creo no tiene relación con la leyenda de Io sino con el mito budista de Garuda, el hombre-pájaro.

Budapest



Foto: Budapest.

L' autunno

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Parque Rodó, Montevideo.

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"In English, an insult to one’s parentage uses the dog as the image, while the Spanish hijo de puta is more direct, but the English equivalent whoreson is archaic and can no longer be used. In ordinary usage hijo de puta must be rendered “son of a bitch,” else we lose the emotional charge. The Portuguese is more subtle, filho da mãe  (son of your mother), innocent on the surface, but inviting all the vileness the imagination can bring to bear. I recall an episode in Julio Cortázar’s Hopscotch in which the hero has pounded his thumb with a hammer as he tries to straighten a nail. “Puta que te parió,” he addresses the nail. If we leave it at that, we get a Hemingwayish “whore that bore you,” but the intent is different. My solution was to have him accuse the nail of incestuous proclivities toward its dam, which is current, ripe, and even maintains a bit of the tone of the Spanish insult. The fact that insults cannot be rendered so closely as we might like means that while words can be translated directly, cultures themselves cannot be without grotesque distortion".

Gregory Rabassa en “If This Be Treason:  
Translation and Its Possibilities”.
Photo: Paris.

Tres gatos negros

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El primero apareció en el invierno canadiense, una noche en la que yo volvía del cine en Ottawa. Apenas comenzaba a nevar y su pelaje estaba cubierto de brillantes copos que, por haber caído muy suavemente, casi conservaban su forma original. Se fue con tanto sigilo como había llegado.

El segundo se perdió en pleno carnaval cerca de la Scala del Bovolo, hermosa construcción medieval veneciana. Nunca llegué a conocerlo, pero al ver el cartel me pregunté qué otro animal podía perderse o encontrarse en el carnaval de Venecia.

El tercero, bastante pequeño, intentó cruzarse en mi camino el pasado 1º de enero en un puente montevideano. No suelo impedirles la maniobra, pero pensé que ser permisiva en esa fecha era desafiar demasiado a la suerte y lo esquivé con decisión. Él me miró entre asombrado y orgulloso, tal vez pensando: "Qué aspecto amenazante debo de tener".

Salzburgo, café y aguanieve

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Viajar en invierno es resignarse a que el tiempo no sea el mejor y a menos horas de luz natural, pero tiene su magia (y sus ventajas para quien no le teme al frío). Sin embargo, una racha de malos días en una misma ciudad nos obliga a dejarla sin haber disfrutado de su versión más representativa. Fue básicamente lo que me sucedió en Salzburgo.

En la hermosa villa natal de Mozart, que debe su nombre al antiguo comercio de la sal, una persistente aguanieve marcó casi cada día que pude dedicarle, a lo que se sumó la presencia de un vasto contingente de devotos del turismo hooligan. Tras una serie de molestias, un día me recluí en el hotel dispuesta a no salir por un buen rato, solamente para comprobar que los ocupantes de la habitación contigua, separada de la mía por finísima pared, parecían miembros de la misma cofradía. Decidida finalmente a aprovechar el tiempo me dirigí a la Casa Natal de Mozart (Mozarts Geburtshaus, Getreidegasse 9), donde ahora funciona un interesante museo cuya boletería encontré cerrando antes de lo previsto, y sin negociación posible: tuve que conformarme con una foto de la puerta.

En los días siguientes me dediqué a avistar castillos (Hellbrunn, Mirabell, Leopoldskron, Frohnburg) y otros puntos de interés desde un bus turístico, tomando fotos desdibujadas a través de los vidrios con vetas de aguanieve, que se filtraba en mis botas por grietas invisibles cuando me atrevía a bajar. La aguanieve es más insidiosa que la nieve, y, como es lógico, mucho más fría que la lluvia. La ciudad lucía como suspendida en una hibernación de la que tan solo saldría en algún atardecer, permitiéndome pasear un poco por el casco antiguo y las riberas del río Salzach y visitar la catedral de San Ruperto, donde se conserva la pila en la que bautizaron a Mozart. Otra cuenta sin saldar: la vista panorámica desde la fortaleza, Hohensalzburg, que en aquellas condiciones no era viable.


Como suele ocurrir en estos casos, el día de mi partida brillaba un sol espléndido y ya no había hordas, pero no me era posible cancelar el viaje. Contaba con una hora que decidí dedicar a una solicitud. Una persona querida, que había visitado Salzburgo con alguien muerto poco después, quería fotos del hotel donde habían estado. Conseguí ubicarlo y me fui con la satisfacción de quien cumple con su deber, pero...

...al subir al tren, la cámara cayó al suelo. Pude ver el mensaje "sobreescribiendo" que señalaba lo que comprobaría más tarde: las fotos de la buena acción se perdieron, así como las de la casa de Mozart y prácticamente todas mis imágenes de la ciudad. Rescaté unas pocas, en gran parte del borroso viaje en bus.

Por todo esto, cuando pienso en Salzburgo me invade una melancolía a la que no le falta encanto; al fin y al cabo, esos inconvenientes signaron la visita. De cualquier modo comparto esta información por si otros tienen ocasión de aprovecharla con menos complicaciones. No se priven de una pausa en el Café Tomaselli (Alter Markt 9), el más antiguo de la ciudad, que según se dice era frecuentado por nuestro amigo Amadeus, o eventualmente en el Café Bazar (München Bundestrasse 69), que supo visitar Marlene Dietrich. Yo tomé bastante café en Salzburgo, pero no puedo afirmar que haya sido en sitios tan ilustres, dada la ausencia de fotos: si algo me permitió comprobar este episodio fue la importancia que tiene el registro gráfico como auxiliar de la memoria en viajes agitados.

Graz y su clima de hadas

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"Es un tren de cuentos..." --me dijo algo asombrado el boletero al verme sin niños. "Sí, ya lo sé" --le contesté con una sonrisa, extendiéndole las monedas. Estábamos en Graz, Austria, en el vientre de la colina Schlossberg (cuyo nombre significa 'montaña del castillo') y el boletero era también el maquinista del pequeño tren que durante los próximos minutos recorrería las entrañas del monte. En un alemán del que sólo pude rescatar el perfume a cuento de Grimm iría relatando fragmentos de historias para acompañar lo que veíamos. Aquello era como un tren fantasma al revés donde, en lugar de monstruos, cada giro en el camino iluminaba castillos, princesas y alguna que otra madrastra.

Me tocó compartir el viaje con dos niños y sus madres. Uno de ellos, sentado delante de mí, tenía una mochila en forma de vaquita de san Antonio que le agregaba encanto al recorrido. Detrás, a mi lado, viajaba un niño algo mayor, solo, que, llevado hasta el andén por sus parientes, había dudado en subir hasta que me vio. Tal vez haya pensado: "No es tan lamentable viajar a mis años en este trencito, si esta señora también lo hace". ¿O buscaría protección contra hechizos?

Yo iba intentando inútilmente registrar el paseo: una gruta con luces escasas y variables, un tren en movimiento y una modesta cámara no representan la mejor combinación. Pero aún así, mi compañero de asiento, sin decirlo, parecía interesado en que lo fotografiara todo. En los pocos momentos en que dejé descansar el aparato sobre las rodillas, sus ojos me decían: "¿No ves a Caperucita ahí con el lobo? ¿Y a Rapunzel en la torre?".

Cuando el boletero-maquinista repartió caramelos a los niños no sabía si mirarme. Su política no debía incluir dar dulces a los adultos, pero mi caso era perturbador. Ninguna madre iba a quejarse por no recibir un caramelo para ella misma, pero ¿y yo? Si me gustaban las grutas de cuentos, debían gustarme también los caramelos de regalo. Pensándolo bien, no me hubiera molestado recibir uno.

Traqueteando, el tren llegó pronto a destino y el pequeño contingente se desarmó. Completé la visita con una subida en el ascensor transparente que conduce a la Torre del Reloj y a una espléndida vista panorámica de la ciudad. Era invierno y Graz titilaba en la neblina, con su aire de aldea y el par de obras futuristas que, en contraste con lo anterior, la convierten en una ciudad única: Murinsel, la isla artificial sobre el río Mur, que alberga un agradable restaurante, y la Casa de Arte (Kunsthaus Graz, en Südtirolerplatz), museo de arte contemporáneo conocido como "friendly alien" ('extraterrestre amigable') por su indescriptible fisonomía.

Quise, sin embargo, que mi adiós a la ciudad se pareciera más a aquel viaje de hadas. Por eso el día de mi partida serpenteé entre callecitas para ver a los bailarines estirios de la Plaza del Carillón (Glockenspielplatz), autómatas que, cada mañana a las once, asoman de una torre con reloj a la que no sabría volver: llegué guiada por los vecinos entre humeantes puestos de venta de castañas.



La isla de los muertos

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En la película Don't look now, de 1973, Donald Sutherland tenía una premonición de su propio cortejo fúnebre: la imagen de las góndolas deslizándose lentamente en la oscuridad de un canal veneciano era suficiente para inquietar a cualquiera, fuera o no el principal interesado.

Algunos años después (ya en los 80), el escritor ruso-estadounidense Joseph Brodsky, asiduo visitante de Venecia, escribió un hermoso libro llamado Fondamenta degli Incurabili (Muelle de los Incurables) en el que aparece un viaje nocturno en góndola hacia "la isla de los muertos", es decir, San Michele ("poblada" tan solo por los ocupantes del cementerio de la ciudad). Brodsky describe en esas líneas el silencio de Venecia en la noche invernal, la sensual interacción entre la góndola y el agua (a las que presenta como una anguila y una piel infinita) y la imagen de la luna atravesada por una nube estratégica que la convierte en una letra T.

Hoy, Joseph Brodsky es uno de los ocupantes ilustres de la isla de San Michele, junto con Ezra Pound e Igor Stravinsky. Tal vez esa noche estaba anticipando su futuro de innumerables madrugadas en el cementerio de la ciudad que visitaba cada invierno "para ejercer como escritor".
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Foto: Riga.

El Mapocho y el futuro

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Hace unos veinte años, cerca de este puente sobre el río Mapocho, en Santiago de Chile, una adivinadora me vaticinó un futuro venturoso. Casi en el acto, al notar que yo no tenía una moneda para retribuirle el forzado servicio, me dijo que me había mentido por piedad, ya que, en realidad, lo que claramente mostraban las líneas de mi mano era un futuro lamentable. Todavía me pregunto cuál de las dos veces mintió, y lo que me pregunto con más insistencia en noches de tormenta como esta es si me hubiera convenido o no tener una moneda hace unos veinte años cerca de este puente sobre el río Mapocho, allí donde venden puñales con mango de lapislázuli, el cerro San Cristóbal se adivina más claramente que el porvenir y no es fácil encontrar dónde sentarse por fin a tomar un café.