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El traductor como poeta

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"La traducción de poesía es un hecho que siempre nos deslumbra de contradicciones. ¿Cómo repetir lo único? ¿Qué es, en realidad, lo que se intenta expresar en otro idioma, cuando sabemos que lo esencial de todo poema, como diría el místico, es 'un no sé qué, que se alcanza por ventura', y que esa ventura del poeta y del lector es inseparable del impulso espiritual que conduce a su hallazgo?... ...Pero entonces habría que convenir en que sólo pueden ser traductores los creadores, y aún más, que la traducción constituye un género independiente y especial, con su jeraquía y sus valores propios, dentro del ámbito de la creación poética".

Cintio Vitier, Crítica sucesiva.
Foto: Praga.

Salzburgo, café y aguanieve

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Viajar en invierno es resignarse a que el tiempo no sea el mejor y a menos horas de luz natural, pero tiene su magia (y sus ventajas para quien no le teme al frío). Sin embargo, una racha de malos días en una misma ciudad nos obliga a dejarla sin haber disfrutado de su versión más representativa. Fue básicamente lo que me sucedió en Salzburgo.

En la hermosa villa natal de Mozart, que debe su nombre al antiguo comercio de la sal, una persistente aguanieve marcó casi cada día que pude dedicarle, a lo que se sumó la presencia de un vasto contingente de devotos del turismo hooligan. Tras una serie de molestias, un día me recluí en el hotel dispuesta a no salir por un buen rato, solamente para comprobar que los ocupantes de la habitación contigua, separada de la mía por finísima pared, parecían miembros de la misma cofradía. Decidida finalmente a aprovechar el tiempo me dirigí a la Casa Natal de Mozart (Mozarts Geburtshaus, Getreidegasse 9), donde ahora funciona un interesante museo cuya boletería encontré cerrando antes de lo previsto, y sin negociación posible: tuve que conformarme con una foto de la puerta.

En los días siguientes me dediqué a avistar castillos (Hellbrunn, Mirabell, Leopoldskron, Frohnburg) y otros puntos de interés desde un bus turístico, tomando fotos desdibujadas a través de los vidrios con vetas de aguanieve, que se filtraba en mis botas por grietas invisibles cuando me atrevía a bajar. La aguanieve es más insidiosa que la nieve, y, como es lógico, mucho más fría que la lluvia. La ciudad lucía como suspendida en una hibernación de la que tan solo saldría en algún atardecer, permitiéndome pasear un poco por el casco antiguo y las riberas del río Salzach y visitar la catedral de San Ruperto, donde se conserva la pila en la que bautizaron a Mozart. Otra cuenta sin saldar: la vista panorámica desde la fortaleza, Hohensalzburg, que en aquellas condiciones no era viable.


Como suele ocurrir en estos casos, el día de mi partida brillaba un sol espléndido y ya no había hordas, pero no me era posible cancelar el viaje. Contaba con una hora que decidí dedicar a una solicitud. Una persona querida, que había visitado Salzburgo con alguien muerto poco después, quería fotos del hotel donde habían estado. Conseguí ubicarlo y me fui con la satisfacción de quien cumple con su deber, pero...

...al subir al tren, la cámara cayó al suelo. Pude ver el mensaje "sobreescribiendo" que señalaba lo que comprobaría más tarde: las fotos de la buena acción se perdieron, así como las de la casa de Mozart y prácticamente todas mis imágenes de la ciudad. Rescaté unas pocas, en gran parte del borroso viaje en bus.

Por todo esto, cuando pienso en Salzburgo me invade una melancolía a la que no le falta encanto; al fin y al cabo, esos inconvenientes signaron la visita. De cualquier modo comparto esta información por si otros tienen ocasión de aprovecharla con menos complicaciones. No se priven de una pausa en el Café Tomaselli (Alter Markt 9), el más antiguo de la ciudad, que según se dice era frecuentado por nuestro amigo Amadeus, o eventualmente en el Café Bazar (München Bundestrasse 69), que supo visitar Marlene Dietrich. Yo tomé bastante café en Salzburgo, pero no puedo afirmar que haya sido en sitios tan ilustres, dada la ausencia de fotos: si algo me permitió comprobar este episodio fue la importancia que tiene el registro gráfico como auxiliar de la memoria en viajes agitados.

Cafés históricos de Buenos Aires

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La oferta de cafés de Buenos Aires es deslumbrante, superada por pocas ciudades que yo conozca. No me atrevería a decir que existe la que pueda ganarle claramente, aunque si hubiera un caso sería París. También me resultan geniales los cafés de Madrid, única ciudad donde por defecto sirven el cortado tal como me gusta.

En Buenos Aires el café es toda una institución, y sin importar demasiado los avatares económicos de la Argentina, en su capital siempre se encuentra un buen número de personas que desayunan en uno leyendo el diario, o bien entran a despejarse un rato a media tarde. Una combinación clásica: café con leche y tres medialunas (croissants).

Hace poco pasé un buen tiempo en la ciudad dedicada involuntariamente a una investigación de mercado sobre el tema. Todo comenzó con el listado de Bares notables de Buenos Aires (destacados en general por su valor histórico) que llevaba conmigo para ubicar alguno en cada paseo, ya que la red es amplia. Visitaba algún barrio y, a la hora de reponer fuerzas, elegía un local de la lista. Luego fotografiaba el resto y, si algún café lo ameritaba, volvía en otra ocasión para hacerle los honores (San Telmo, por ejemplo, merece varias visitas en ese sentido).

Al ir por todas partes concentrada de un modo u otro en el tema, comenzaron a surgir mis propias conclusiones. Por ejemplo, que El Coleccionista, en Avda. Rivadavia 4929 (Caballito), frente a una atractiva feria de libros usados, era de las mejores opciones en su relación calidad-precio. Muy cerca, la confitería Las Violetas (Rivadavia 3899) me pareció también merecedora de una visita. La opción más hermosa para mi gusto resultó el legendario Café de los Angelitos, también en Rivadavia, la avenida más larga del mundo, pero en el número 2100 (Congreso). Allí iba incluso muy tarde de noche a tomar chocolate caliente a la española en una pequeña caldera de cobre que era todo un deleite. Los turistas hacen fila para entrar a uno que yo no visité, pero porque ya lo conocía: el Gran Café Tortoni, en Avda. de Mayo 825 (Montserrat). En el barrio de La Boca, más que el ruidoso La Perla recomiendo El Estaño 1880 (Aristóbulo del Valle 1100), donde las veladas debían ser agitadas en el siglo XIX, ya que conserva huellas de balas en su barra tradicional de estaño. Allí se me dijo que, según la leyenda, la mesa en la que acababa de estar era la favorita de Astor Piazzolla. Recomiendo también un rústico y cómodo bar-almacén donde se puede comer pan casero y probar el dulce de leche si no se lo conoce (y eso hay que remediarlo): Bar de Cao (Independencia 2400).

Para amantes del tango: el espléndido Esquina Homero Manzi, en San Juan y Boedo (Boedo). Para leer a Borges: 36 Billares, en Avda. de Mayo 1265 (Montserrat). Y para todo público, con buenos precios y un antiguo y agradable local, aunque con atención algo excéntrica: Confitería Ideal, en Suipacha 384. Digo esto porque yo iba mucho por una promoción especialmente ventajosa, pero a algunos mozos parecía resultarles perturbador servírmela. Les sugerí que la retiraran de la carta si no era conveniente para ellos, pero cada vez que iba por allí se presentaba el mismo problema. En fin. Un disgusto mayor fue el cierre de la Confitería Richmond, en plena peatonal Florida, donde pasé también momentos muy buenos.

Nota: no recuerdo el nombre del café de la foto, que tampoco integra el listado por ser más moderno, pero recuerdo que estaba en San Telmo y lucía muy bien. Si alguien lo reconoce se me puede adelantar: creo que la calle era Defensa. La bicicleta con ajos fue efímera, pero no podía dejarla pasar.